Por Exequiel Arrua
Cada vez que tus labios arrojan
silencios que se pierden en el barullo de palabras al punto de que pocos se
percaten de tu presencia, cada vez que te cruzas de vereda, o cuando te quedas
prisionero de la duda a tal punto de llevarla plasmada casi por siempre en la
piedra que tienes como corazón.
Cada vez que cediste padeciendo
la represión, las veces que compraste una bolsa de aire con un amable “todo
bien”, o en aquellas cartas que jamás llegaron a destino.
Cuando corriste desmedidamente
aquel colectivo que se dirigía a tu último parcial, cada foto que impidió la exposición de tus ojos al
natural, en las palabras mal habladas
que te mostraron cómplice de la ignorancia, como también el día que se prolongo
en tu oreja el eco de una asesina negación.
A veces antes de encenderlo se
te destruye ese cigarrillo al que le pensabas absorber al menos un poco de
tranquilidad, por momentos pareciera que la situación te hará explotar en el
preciso lugar en donde estas, y decenas de veces te ha inmovilizado el
temblequeo de tus vértebras. Esa también es la misma sensación…
La destrucción del disco que
dios le produjo a Lennon, el salto al vacío de aquel conocido casi compañero
que te caía bien, cuando ya no le puedes pedir a tu amor vencido aquel perfume
de almidón, o la simpleza con la que te encontró el momento mas importante de
tu vida…
Es así que en cada instante, a
donde quieras que vayas, en este planeta o en cualquier otro. De día, de noche
o con luz artificial. A la mañana temprano, en el medio día más radiante de
todos o simplemente bajo la transición del sol y la luna, cada uno de nosotros
se va muriendo despacito al no poder satisfacer la demanda del deseo…
Entonces para que pensar en
aquel día inevitable, si nos están (o estamos) sobre atacando a la velocidad de
la luz.
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